La región comprendida entre los municipios aledaños a la Sierra de La Macarena (Meta) y San Vicente del Caguán (Caquetá), Calamar y Miraflores (Guaviare), está siendo afectada por la acción de la Fiscalía y las fuerzas armadas contra los pobladores, mediante la destrucción de viviendas y el decomiso de cientos de cabezas de ganado, en una nueva fase del conflicto armado que afronta el país desde hace más de setenta años. De igual manera, a los campesinos se les responsabiliza por los incendios forestales que han arrasado extensas superficies durante los primeros meses del año.
El argumento de las autoridades es que están defendiendo estos espacios –por su calidad de “áreas protegidas”– ante la acción depredadora de los colonos. Los episodios se han desarrollado, de manera coincidente, con la implementación del Acuerdo Final de Paz, en una extensa región vinculada a connotados escenarios del conflicto armado.
La historia reciente de la región nació entre el Alto Magdalena, al sur y el oriente del Tolima, la vertiente oriental de la cordillera Central, la occidental de la cordillera Oriental, con su epicentro en el Sumapaz, a pocos kilómetros de Bogotá, con proyección hacia el Piedemonte llanero.
También ha estado ligada a la formación de haciendas, a la apropiación de tierras con miras en la extracción de rentas a los campesinos y a la sujeción de jornaleros empobrecidos, un camino que luego habría de fundirse con el de la definición de “áreas protegidas” con fines ambientales, dos historias que cerrarían el cerco sobre las tierras a las que ya no podrían acceder legalmente quienes quedaron por fuera del reparto agrario.
Acaparamiento de tierras
La distribución de la propiedad agraria dio sus primeros pasos en la sociedad colonial y se afianzó en el primer siglo republicano, durante el cual la política de tierras benefició sin excepciones a grandes propietarios, pero el ingreso de importantes inversiones externas a Colombia en las explotaciones petroleras y agroexportadoras desató una etapa de “hambre” de tierras, conducente a extendidos conflictos entre hacendados y campesinos en torno a las tierras de la nación.
En la legislación agraria se produjo entonces un quiebre que le abrió espacio a los campesinos organizados dentro de las colonias agrícolas, figura establecida en los decretos 839 y 1110 de 1928, con notables desarrollos en los años siguientes. A finales de los cuarenta se desató una guerra de la que todavía se sufren sus embates y que tuvo entre sus víctimas a estas comunidades campesinas.
La guerra y los éxodos consecuentes llevaron a los sobrevivientes a trasmontar la cordillera y dirigirse por las cuencas de los ríos Duda, Ariari, Guayabero y Pato, en donde fundaron nuevos asentamientos: Lejanías, Medellín del Ariari y El Castillo, extendiendo estas colonizaciones que huían de la violencia hacia las fronteras de la Amazonia. Se expresaba así el ciclo “colonización-conflicto-migración-colonización”, a través del cual se ha ampliado la frontera agrícola del país en una espiral desplegada en el espacio nacional, construida a costa de los sufrimientos y del trabajo de las familias campesinas, en beneficio de los grandes acaparadores de tierras.
La colonización, ¿alternativa a la reforma agraria?
A finales de los años cincuenta, distintos sectores advirtieron la dimensión de los efectos de la guerra y visualizaron la necesidad de adelantar una reforma agraria. Por su parte, el Gobierno estadounidense veía con preocupación cómo lo ocurrido en Cuba con su revolución contaba con antecedentes en América Latina: Bolivia en 1951 y Guatemala en 1954, por lo que, movido por el temor, adelantó dentro del marco de la Alianza para el Progreso la promoción de las reformas agrarias en la región. Colombia fue la vitrina de la iniciativa y una hija de esta coyuntura fue la Ley 135 de 1961, de Reforma Social Agraria.
A pesar de este padrinazgo y de los limitados alcances de su aplicación, las élites colombianas no aceptarían la reforma de la propiedad de la tierra, una posición profundamente arraigada y sostenida hasta el presente. Sus críticos han señalado cómo la defensa a ultranza del régimen agrario ha sido una salvaguarda del estatu quo del régimen de acumulación vigente, alimentado por una cultura política que niega la posibilidad de una concepción incluyente de la sociedad.
Esta posición se expresó en el Pacto de Chicoral de 1972, a partir del cual el Estado le cerró el camino al reparto agrario, con el complemento tanto de las leyes 4ª de 1973 (sobre renta presuntiva) y 6ª de 1975 (aparcería) como de con un conjunto de modificaciones a las leyes 200 de 1936, 135 de 1961 y 1ª de 1968. La reforma agraria se hizo inaplicable, impidiendo la afectación de los grandes predios subutilizados y regularizando los contratos de aparcería para blindar aún más a las grandes explotaciones frente a eventuales demandas de los campesinos contra grandes propietarios.
A partir de tales cambios, el Gobierno encaminó el reclamo de tierras hacia las colonizaciones de las fronteras, por medio de los proyectos del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) en Arauca (Sarare), Caquetá, Casanare, Meta (Ariari-Guéjar), Bajo Putumayo, costa del Pacífico y Magdalena Medio.
Pero no solo se trazó la línea defensiva del latifundio: una vez desalojados los campesinos, parte de las tierras hacia donde se dirigieron fueron declaradas como “áreas de protección ambiental”.
Siguiendo una política de protección del patrimonio natural, se crearon los Parques Naturales Nacionales de La Macarena (1971), Cordillera de los Picachos (1977) y Tinigua (1989); los campesinos fueron expulsados de las tierras que habían conquistado, en las que pretendieron recuperar sus vidas, economías y organizaciones y que fueron declaradas como “áreas protegidas”.
Con la combinación de la política de tierras y la de áreas protegidas se ha construido un ordenamiento del territorio en el cual se asignan espacios para la producción agropecuaria, la minería, la protección del agua, la biodiversidad y otros componentes del patrimonio ambiental, pero se excluye a los pequeños productores campesinos.
Esta es una tendencia apreciable desde la Muestra Agropecuaria de 1954 hasta el pasado Censo Agropecuario (2014); bajo esta política de tierras, la frontera agraria pasó de 27 a 60 millones de hectáreas, manteniendo en su interior las mismas proporciones de la tenencia y el uso de la tierra con predominio de la gran propiedad con extendidas superficies en pastos para una ganadería atrasada.
Según el III Censo Nacional Agropecuario, 1.658.450 fincas de menos de 10 hectáreas, el 81 % de las explotaciones, controlan 3,4 millones de hectáreas, el 5 % del área censada; al tiempo, 2.362 explotaciones con más de 2.000 hectáreas –el 0,1 % de las explotaciones– cubren 40,6 millones de hectáreas, el 60 % del área total.
Se configura así un modelo de ocupación del espacio rural-agrario que continúa expandiéndose con grandes extensiones subutilizadas, acumuladas mediante la violencia como resultado de decisiones que expresan la voluntad de las élites de impedir que esos campesinos arraiguen en tierras propias, de sumirlos en el pago de rentas, como lo regula la aparcería, o de orientarlos hacia su conversión en jornaleros. Definidos este modelo agrario y el conflicto asociado con él, la guerra le siguió abriendo paso al nacimiento de la insurgencia en medio de los surcos campesinos.
Truncado surgimiento de zonas de reserva campesina
A mediados de los años sesenta Estados Unidos había lanzado una guerra contra Vietnam, en desarrollo de su estrategia de contención contra China y de control del Pacífico. Sectores de la sociedad estadounidense la rechazaron, lo que desencadenó un potente movimiento pacifista. Severamente reprimido mediante la persecución judicial, policial y el asesinato de los dirigentes del movimiento, sufrió también la diseminación encubierta del consumo de psicotrópicos sintéticos y naturales como herramientas de distracción.
Colombia resultó convertida en fuente de suministro de las drogas, los campesinos colombianos, arrinconados en las fronteras de la colonización y sin los apoyos efectivos del Estado, pronto fueron contactados por los agentes del narcotráfico. Los bajos precios de las tierras y de la mano de obra harían altamente competitiva y rentable la oferta colombiana, la cual en pocos años llegó a niveles de sobreproducción, generando nuevas crisis y tensiones en las regiones productoras, ya asociadas con los desarrollos del conflicto armado iniciado décadas atrás.
A comienzos de los años ochenta el gobierno de Belisario Betancur inició conversaciones de paz con la guerrilla de las FARC. Como parte de ellas se acordó el establecimiento de un proyecto de desarrollo socioeconómico en el medio Caguán (Caquetá), zona ya comprendida en el decreto 1110 de 1928 y cuyos lineamientos organizativos no distaban de los que tuvieron las colonias agrícolas de finales de los años veinte impulsadas por los campesinos del Sumapaz.
Sin embargo, el proceso fue interrumpido y la guerra continuó su marcha hasta la llegada de una nueva etapa de conversaciones, a finales de la década del noventa. Las experiencias construidas alrededor de las colonias, reeditadas bajo la violencia en el sur del Tolima y estimuladas por la iniciativa del Caguán, volvieron a renacer, ahora bajo la figura de las Zonas de Reserva Campesina contenidas en la nueva Ley de Reforma Agraria, la 160 de 1994.

Dichas zonas florecieron en las vegas de El Pato (Caquetá), en Calamar (Guaviare), en el Magdalena Medio y en Cabrera (Cundinamarca), pero tuvieron un severo castigo: en el Guaviare, en donde se proponía establecer la primera de ellas, con su punto de apoyo en Mapiripán (Meta), paramilitares protegidos por el Ejército realizaron varias masacres que produjeron el éxodo de decenas de familias. Sus tierras, abiertas años atrás como parte de las colonizaciones impulsadas por el Incora y tituladas dentro de la Ley 160 de 1994, fueron usurpadas por testaferros de narcotraficantes para luego revenderlas a empresas multinacionales gestoras de los proyectos de producción de agrocombustibles.
Durante el segundo gobierno de Juan Manuel Santos, de nuevo se buscó llegar a un acuerdo de paz, y en él las reservas campesinas encontraron lugar en el punto agrario. No obstante, las dificultades de esta nueva etapa se manifestaron aún antes de lograrlo, cuando, a principios de 2013, el presidente lanzó su amenaza contra las colonizaciones campesinas que extendían su influencia en el Meta y Caquetá, y anunció la “recuperación” de más de 200.000 hectáreas de colonización con el argumento de que eran “tierras de las FARC”. Con esto trazó las líneas de lo que sería la continuación de la guerra contra los campesinos: era la antesala de la Operación Artemisa, con la cual se definió el nuevo escenario de esta guerra sin fin.
La Operación Artemisa es la punta de lanza contra los campesinos, encaminada a construir el escenario de los proyectos de producción de biocombustibles, de prospecciones petroleras y reservas de otros minerales.
Las amenazas apuntaban a “recuperar” las tierras abiertas por los colonos luego de los éxodos iniciados en las laderas del Sumapaz. Lo que desde el Gobierno se identificó como blanco sería parte de las tierras de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (Zidres), previstas en la Ley 1776 de 2016, impulsada por quienes negociaban el acuerdo de paz; era la captura de los baldíos soñados por los desterrados. Con esta orientación, los incendios en los contornos de La Macarena y del Parque de Chiribiquete han ido de la mano de las expulsiones de los colonos asentados en estas tierras. La Operación Artemisa es la punta de lanza contra los campesinos, encaminada a construir el escenario de los proyectos de producción de biocombustibles, de prospecciones petroleras y reservas de otros minerales.
El costo de una obsesión
Este relato enmarca la incidencia que una visión de la sociedad y de las relaciones sociales ha tenido en gran parte de las dificultades de la aplicación del Acuerdo Final de Paz, en particular en lo tocante al acceso a la tierra y a la sustitución de los cultivos proscritos.
Ha hecho evidente cómo dos líneas de política, las de tierras y las ambientales dirigidas hacia las áreas protegidas, están permeadas por la intención de los sectores terratenientes de impedir el acceso de los campesinos a la tierra, una visión dominante en quienes diseñan y dirigen estas políticas, las cuales solo han contribuido a agravar los severos problemas de la pobreza rural, la exclusión de gran parte de las poblaciones del campo al acceso a la tierra y a condiciones básicas de bienestar, además de los profundos deterioros del patrimonio ambiental del país.
El camino para una combinación adecuada y eficaz de producción y conservación va más allá de una reforma agraria y rural de carácter estructural, que permita establecer la mejor defensa de las “áreas protegidas”.
Esta visión les ha impedido a los decisores de las políticas comprender que el camino para una combinación adecuada y eficaz de producción y conservación va más allá de una reforma agraria y rural de carácter estructural, que permita establecer la mejor defensa de las “áreas protegidas”, la cual no se logra persiguiendo y expulsando campesinos; ellas se conservarían asegurándoles tierras aptas, cercanas a los mercados, dotadas de vías y servicios.
El desenvolvimiento de la sociedad colombiana resultó entrecruzado con la economía internacional del narcotráfico, gracias precisamente a la decisión de las élites de no hacer esa reforma agraria, y en su lugar empujar a las colonizaciones hacia los bordes de la frontera sin el apoyo del Estado. Una historia reciente que amenaza repetirse en “la última frontera”, en la posibilidad final de asegurar tierras para los campesinos. Son los costos que pagamos por la obsesión del despojo.
Foto tomada por Gonzalo Andrade
Fuente: UN Periódico Digital – Especial La Macarena