Racismo en Colombia

Por Felipe A. Priast

Es imposible no ver la enorme carga de racismo que deriva de todo la que hace nuestra vicepresidenta, Francia Márquez. Es un racismo duro, explicito, que no se modera con nada.
Yo me acuerdo hace 10 años, estando en Cartagena de vacaciones, oír a la mujer de un primo mío (turca para más señas) decirme con indignación: “Hoy en día ya acá no le puedes gritar a un negro. Ahora les tienes que decir ‘señor moreno’ o si no te vas a preso”.
Así de explicito es. La esposa de mi primo se quejaba (y seguro todavía se queja) porque ya no le podía gritar a los negros.

Y como yo soy medio “blanquiñoso” (y sin embargo, soy el “negro” de mi familia), voy a dar una radiografía honesta de la cara del racismo que conocí dentro del medio en el que crecí en Colombia, que es la capa más racista del país, la clase alta, o lo que ellos mismos llaman, el medio de la “gente bien”.

Es difícil escaparse de ese racismo latente que existe en Colombia. Yo recuerdo a mi abuela explicarme en alguna ocasión la razón por la que había negros en su pueblo, porque ella sentía que tenía que explicar por qué había negros en su pueblo (haciendas esclavistas durante la Colonia).
Un tío mío, alguna vez, me contó sin el menor recato la historia de una lavandera que había en la casa de mi abuela cuando él era un niño, que, según él, aún tenía el hierro en la espalda de cuando aún era esclava. Según le entendí, la lavandera era ya una vieja cuando él la conoció, y debía rondar los 80 años en 1945, lo que hace que no me cuadren las cuentas porque la esclavitud, SUPUESTAMENTE, fue abolida en Colombia en 1853, y está vieja lavandera debió nacer por ahí por los 1865. Si el cuento es cierto, tuvo que ser que la esclavitud se siguió practicando en Colombia hasta bien entrada la segunda parte del siglo XIX, y hubo negros que quemaron con hierro hasta 1875 o 1880, lo que ya nos debería decir algo de la clase de país de hijueputas que somos.

Siendo un pelao, una de las categorías básicas de chistes en nuestras sesiones de chistes, eran los chistes sobre negros. Hoy sería incapaz de echar un chiste de negros, pero de pelao todo el mundo los contaba y no pasaba nada. De hecho, eran los chistes más festejados y los que más daban risa, aparentemente.
Mi padre, que nació y se crió en el interior del país hasta que tuvo como 19 años, me contaba que en el interior del país la gente se sobaba las rodillas cuando veían a un negro, dizque porque los negros “traían buena suerte” y había que sobarse las rodillas para atraer esa buena suerte (????).
Mi padre, sin ser nunca un hombre blanco racista explicito, siempre se refería a los afros como “ese negrito”, o “la negrita”. Alguna vez, en un trasteo, trajo a un par de empleados de su fábrica para que ayudaran en la mudanza, y como el nuevo apartamento que habíamos comprado estaba decorado con estuco, mi padre casi se vuelve loco porque un empleado negro de su fábrica rayó el estuco con un sofá. Mi viejo casi lo mata de la piedra que le dio, y ahí me di cuenta que si era medio racista, solo que lo disimulaba bien.
En realidad, tampoco era que lo disimulara mucho. Mi viejo, que era medio “bully”, medio montador (por eso me tocó mandarlo para la mierda y nunca me he arrepentido de ello), tenia un chiste sobre la pérdida de Panamá por Colombia. Según él, habíamos hecho el mejor negocio del mundo: los americanos nos dieron $25 millones de indemnización por robarse el itsmo, y a cambio, según el chiste de mi viejo, les entregamos “300 mil negros”, que era lo que habitaba en Panamá, según él. Y con un humor perverso decía: “Antes nos re-pagaron por cada negro” ($80 dólares por negro).
Ese fue el humor con el yo crecí en mi casa, y me da vergüenza, por eso hoy lo estoy contando por acá.
Y estoy seguro que ese era el humor de casi todas las casas de Colombia dentro del estrato medio-alto. Cerrar esa brecha entre razas en Colombia es una discusión que nunca ha estado sobre la mesa dentro de la clase alta, es la realidad. Ni ahora, ni antes.

En la Armada, en donde serví un año con valor aunque con poca distinción (lo cual hoy en día me causa un enorme placer decir jajaja), era bien sabido que no gustaban de negros. Aceptar un cadete negro era una rareza, y yo solo conocí uno, un panameño apellido Jaén que era un tipazo. De lo mejor que me tropecé en la Escuela Naval de Cadetes Almirante Padilla, y era negro y extranjero. Obviamente toda la escuela naval lo llamaba “el Negro Jaén”, y se lo decían en la cara con ese desprecio que tienen los cachacos para decir “negro” que suena algo así como “¡neeegrooo!!!”, alargando las “e” y las “o” para que la palabra “negro” pegue más duro.
Sus compañeros del contingente NA-90 lo trataban como a una mierda, y tenía fama de idiota. Yo hablé varias veces con él y nunca me pareció, ni idiota, ni bruto. Era un tipazo, en realidad, pero era negro, y en Colombia no hay “tipazos” negros, sean de donde sean. Al negro en Colombia siempre se la montan. Es muy jodido ser afro en Colombia.

Me acuerdo que mi hermana tenía una compañera en el colegio medio morenita, y con maldad los amigos hombres de mi hermana la llamaban “el mico tal (no voy a decir el nombre).
La pelada se levantó a un mono de otra parte, y eso fue una burla porque dizque por fin la “pelada iba a mejorar la raza”.
En Cartagena también tuve un dizque amigo (ya yo no soy amigo de ese hijueputa), que tenía una muchacha negra en la casa, y todas las noches se le metía al cuarto para comersela (la vieja también es verdad que era medio bandida, así que ¡ajá!). Un día, la vieja se tomó cierta confianza con mi amigo con base a sus favores de cama, y mi amigo se volvió loco y la levantó a trompadas. Luego, la hizo echar, con lo que queda demostrado que ni siquiera con favores de cama se ganan puntos contra el racismo en Colombia.

Yo tengo un amigo en Barranquilla que se casó con una pelada de Sincelejo. El es barranquillero, pero su familia era de la Guajira, así que es bastante moreno y de contextura gruesa. La noche anterior a su matrimonio nos quedamos en la casa de mi abuela en Sincelejo, pues yo lo invité a que se quedara conmigo ahí en lugar de pagar por una noche de hotel.
Al día siguiente me llamó mi mamá asustada, que por qué yo dizque había llegado a la casa de mi abuela con un muchacho negro que ella no entendía por qué era amigo mío. Le tuve que explicar a mi mamá quién era, que éramos llaves desde la infancia (mi madre lo conocía perfectamente), para que así, mi madre le pudiera explicar a mi abuela quién era ese “amigo negro” mío, y por qué yo había llegado con él a su casa.
Es a ese nivel que toca explicar todo, porque los viejos de antes eran increíblemente racistas, sin darse cuenta. Para mi abuela, a quien quiero con el alma, hacer esas preguntas y asustarse de esa forma con un amigo mío de piel oscura, era normal.

Y todo esto que estoy contando, pasó en la Costa, la región de Colombia dizque más tolerante con la raza negra en el país.
No me quiero ni siquiera imaginar cómo son los cuentos de la gente que creció como yo en Antioquia o Bogotá.
Es más: el acento de los paisas, en caso de que ustedes no sepan de dónde salió, es el acento de un capataz español, quizá Vasco, para ser más precisos, encargado de una mita o una hacienda negrera durante la Colonia. Es un acento en donde se habla con la amenaza implícita de que, si el negro revira, hay que azorarlo o matarlo. Ese es el origen del acento paisa, ¡y esos hijueputas se sienten dizque orgullosos de su acento! ¡Malparidos!
De ahí pa’ abajo ya se pueden imaginar cualquier tipo de barbaridad con referencia al trato de los negros.

Yo conocí en Cartagena a un man cuyo padre era cartagenero y su madre paisa. La madre heredó una finca en Antioquia cuando el Chocó todavía estaba unido a Antioquia, y el padre cartagenero de mi amigo fue a ver la finca para ver qué hacía con ella. La vaina como que quedaba en medio de una maleza tesa en donde no había sino mosquitos y “negros”, según cuenta mi amigo, así que el man le regaló la finca al Incora para no tener nada que ver con esa vaina. ¡Así era el racismo en Colombia antes!
Y estamos hablando de una generación anterior a la mía, ni siquiera estoy yendo más lejos de mis abuelos. Imagínense cómo era Colombia con los afros en 1880 o 1900, nada más imagínense esa vaina.

El país está cambiando, y yo celebro con los brazos en alto que las nuevas generaciones sean más tolerantes y más dispuestas a una integración racial, aunque todavía falta mucho, ¡pero muchísimo!, para salir de tanta aberración racial que todavía cargamos.
Casi que milagrosamente hemos elegido a una vicepresidenta afro, pero las uñas de ese viejo racismo endémico colombiano no dejan de asomar. La Pobre Francia no puede coger un helicóptero, o hacer un viaje de Estado a África, su tierra ancestral y una región en donde los intercambios comerciales han crecido un 300%, porque de inmediato salta ese racismo profundo que pulula en Colombia por todas partes.

Mi mejor amigo acá, en los Estados Unidos, es keniano. Un tipazo, uno de los tres o cuatro amigos que he tenido en mi vida por el que me hago matar, y esto lo digo literalmente. Por cualquier hijueputa que conocí en Barranquilla, Cartagena o Bogotá durante mi juventud no me hago matar, pero por Jeremiah me pongo en frente de un misil atómico de ser necesario.
No hace mucho me contó Jeremiah que su sueño es viajar por Suramérica y conocer todo el continente, probar todas las comidas en todas partes (ama la comida latina) y bailar todas las músicas de Suramérica, pues es un bailarín de música tropical como pocos. Baila de todo: salsa, merengue, bachata, quebradita, reguetón, ¡de todo! Me preguntó si, de ir, lo iban a recibir bien, pues él sabe y está acostumbrado al racismo de acá, que no es que sea muy diferente del de allá, aunque acá los blancos se cuidan más porque acá hay leyes más tesas contra el racismo.
Porque lo quiero y lo aprecio, le dije la verdad. Le dije: “yo creo que en Brasil te vas a sentir cómodo, y de pronto también en Argentina y Uruguay, porque en esos países tienen una visión más cosmopolita del las cosas. Pero en Colombia, te va a costar”.

No fue sino imaginarme al bacán de Jeremiah, con su desenvoltura, su joda y su frescura, mamándole gallo al dueño de un restaurante en la “Zona G” de Bogotá, para que ese hijueputa cachaco lo eche llamándole a la policía.
Eso no va a pasar, prefiero que no vaya.
Y no va a pasar porque, si pasa, yo cojo un avión y voy a Bogotá, nada más que para levantar a trompadas a ese cachaco hijueputa, y yo no quiero amargarme la vida. Mejor que no vaya. Colombia no está preparada para la bacanidad de Jeremiah. De pronto nunca lo va a estar.

No alcanza con ser vicepresidente para tener derecho a la vida, siendo negro, mucho menos con ser un simple turista de África.

Y lo que más tristeza me da es saber cómo van a tratar de bien a Francia en África. La van a cargar a donde vaya.
Ustedes no saben lo mucho que África quiere a Suramérica. Si lo supieran, no volverían a hablar nunca más de los “negritos”.

En parte, nosotros somos África también, y uno no puede negar lo qué es. Nuestro racismo es un racismo de mestizos y mulatos, el peor de todos, un racismo de mestizos acomplejados racialmente.
¡Ojalá me llamaran a mi para ser embajador de Colombia en un país de África! Iría más rápido que si me ofrecen la Embajada en Londres.

Tenemos que aprender a querer a África, y también a integrar a nuestros afros a la sociedad como Dios manda.

Si Francia se lanza en el 2026 a la Presidencia, yo voto por ella, haga lo que haga de aquí hasta el fin de este Gobierno.

Y si por mi fuera, que mande el hijueputa helicóptero para casa ‘e la pinga y se compre un avión más grande que el de Petro.
Uno oye a las malparidas senadoras del CD y creería que la Cabal y la Valencia pretende que la vieja cruce el Atlántico nadando, ¡malparidas!
¡Nadando se van a ir ustedes a Miami como sigan con esa tónica racista!

Hay que empezar a decirle “NO” al racismo. Colombia está podrida con el racismo, y toca erradicarlo. Quizá con más vehemencia que la corrupción.

Nuestro racismo es endémico, es un racismo patológico de gente profundamente enferma, y se tiene que acabar.

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