Ramá lamenta la pérdida de sus hijos, pero Colombia no se acuerda de los suyos.

Por Andrés Obando*

Colombia es un país profundamente religioso, permeado por el catolicismo y el cristianismo tanto protestante como pentecostal y evangélico, pero en su practica cotidiana es un país que sus creencias las olvida cuando suceden actos de violencia, o simplemente exclaman ¡Dios mío! Por lo que titular este articulo con Ramá lamenta la perdida de sus hijos, es recordar al profeta Jeremías, quien veía el dolor de su ciudad y de aquellos pueblitos que iban a perder a sus jóvenes en medio de la violencia por la llegada del Imperio Babilónico. Este escrito de Jeremías lo retoma el evangelista Mateo cuando narra la muerte de los niños por orden del rey Herodes. Es decir, el texto de Jeremías se reinterpreta a la luz de una matanza y se sigue reinterpretando desde la violenta muerte por la que han pasado más de 15 niños, niñas, adolescentes y jóvenes en Colombia. Pero Colombia no llora, no se conmueve, está tan acostumbrada a la violencia que simplemente esas muertes fueron pasadas por noticias escasos dos días. La sociedad colombiana que tanto se ufana de su religiosidad no siente el dolor de perder a sus hijos e hijas, porque esos hijos e hijas muertos vilmente, son de unos extraños que nadie conoce y si murieron fue porque “algo bueno no estaban haciendo”, por lo que desde los mismos diálogos se legitima la violencia y en los actos del habla el infanticidio como el juvenicidio hacen parte de la normalidad, es ya “folclor” colombiano.

Colombia no se lamenta porque son niños, niñas, adolescentes y jóvenes que han sido olvidados por el mismo Estado, sus muertes violentas suceden en lugares donde llega primero una bala que un cuaderno, donde llega primero la muerte que el servicio de salud. Los muertos en Colombia tienen estrato, si los masacrados hubieran sido de los jóvenes de la clase alta del país, habrían declarado luto nacional, misas y cultos en honor a ellos, programas especiales en la televisión y hasta las redes sociales hubieran estado inundadas con las historias de sus vidas. ¡Pero no!, los muertos solo los lloraron sus familiares que no son de la clase prestante del país, son campesinos y otros jóvenes de universidades que no tienen nombres rimbombantes, Colombia es un país tan doble moralmente que no lo puede ocultar ni con la muerte de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes.

Pero “la sangre de tu hermano clama justicia”, le decía Dios a Caín y hoy la sangre no solo de los 16 masacrados en las ultimas semanas, sino la sangre de los miles de muertos víctimas de la violencia claman justicia, porque muchas de esas vidas estaban marcadas por la precarización y vulnerabilidad económica, marcadas por la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidad para desarrollar proyectos de vida dignos. Desde ahí inician tanto el infanticidio como el juvenicidio y por ellos no se marcha, por ellos no se llora, por ellos no hay dolor, por eso mientras Ramá lloró por sus hijos, Colombia siguió con la conciencia dormida, porque los que murieron no eran sus hijos preferidos, eran los hijos que menos quería.

*Profesor, pastor y escritor.

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