Por Alberto J. Pacheco
Tratándose de que soy un navegante en el océano de la existencia, el oleaje de las idiosincrasias de los tiempos me conduce hacia el destino de mis días. Resumiré la temática de mis palabras en una frase inspirada en un tópico, “¿ser o no ser?” el soliloquio de la obra “Hamlet” de William Shakespeare; sin embargo para explicar lo que voy a contar la transformaré un poquito. Ser o tener esa es la cuestión.
Me refería a la vida como un océano en el cual navegamos, pero también somos partícipes sumergidos en el agua de esta realidad y de sus tiempos, donde la juventud y sus ídolos, donde los estilos de vida de aquellos que se convierten en personajes públicos son los protagonistas de la historia de nuestro océano hipotético.
En mi condición de estudiante de nivel superior considero que determiné mi existencia a la búsqueda de la superación y el enriquecimiento de mi personalidad. Nutriéndome de la educación y de la ciencia para poderle dar beneficios y entregar legados de la índole que sea a la humanidad. Admito mis privilegios, contemplo en mi padre el espejo del que yo soy, el reflejo tratando de parecerme a ese libro abierto que camina un poco más cada día, con conocimientos de historia y cultura, con los deseos de aprender algo nuevo y con la intención de ser alguien de bien. Sé muy bien que no puedo comparar los logros materiales que poseo con los que han consumado otros símiles a mí, tanto de mi edad como en mi condición estudiantil, no cuestiono ni desmerito lo que tienen; si no que agradezco por lo que carezco, y más agradezco lo que dentro de mí me brinda sapiencia.
Pero no quiero expresarme como si yo fuese un modelo a seguir, ni mi padre aunque quizás lo mencione más seguido. Me referiré a aquellos; como nosotros, me referiré a los “ustedes”, personas con criterio propio que me escuchan, a su vez, me referiré a aquellos que han decidido rechazar las bienaventuranzas de la educación, el conocimiento y la cultura, para poder tener las oportunidades de exponer bienes materiales. Ya lo decía un cantante jamaicano de rap, “mi título universitario serán tierra, autos y motos”.
La cultura se convierte en canciones instrumentadas por trombones y trompetas ejecutadas por individuos con chaquetas fluorescentes y sombreros que portan botas cuyo precio supera el de la propiedad en la que yo duermo por las noches, o aspectos con el aspecto más descomedido refiriéndose entre una serie de analogías bien pensadas en que sus oficios están al margen de la ley pero le brindan todo lo que ha querido presumir. Llama a sus acciones la demostración de la inteligencia aunque este “muy inteligentemente” estilo de vida reduzca la esperanza de esta. Y en la cultura de la que estoy hablando se convierten en los nuevos héroes imponderables, en los nuevos ejemplos de la juventud, los individuos que para hacerse notar entre la multitud hablan de la misoginia como la nueva etiqueta. Etiqueta que ubica el dinero, a los vehículos que posea y a la pareja sentimental, por la que han de sentir muy poco de una forma “animus possidendi”. Todo forma parte de un mismo trofeo.
Lo que a diario en la juventud silenciosamente grita desde sus camisas estrafalarias con la fotografía de estos individuos y que procuran imitar sus negativas conductas es que es más importante el tener que el ser, y que dentro de los nuevos paradigmas quien tenga es por mayoría de posesiones más respetable y más honorable que el que menos posea, los españoles emplearon un término para referirse a ellos: “los de poca monta” y “los que son la leche”. Y repentinamente una actividad tan simple como caminar por la calle un jueves por la tarde conduciéndome a hacer mis diligencias es un involuntario safari por esta jungla llena de árboles de apariencia, contrastada por la fauna de los estereotipos materialistas superficiales. ¿Y cuál es el resultado de todo esto? Una sociedad que se desconoce a sí misma, un país que desprecia la identidad y que los llamados a sostener la nación se convierten en seres indiferentes a ella. Eso por mencionar las “más bonitas” de las consecuencias sociales porque diciéndolo brevemente, el tolerar esta cultura del tener es lo que permite que hayan individuos que no quieran ser padres pero si padrastros (aunque la educación de los hijos les importa poco), que hayan jóvenes que prefieren vivir pobres pero morir con lujos, que sea tonto el que no presta poner sus manos bajo la mesa para tener un poco más de lo que por derecho le corresponde. Lo que me ha resultado más aterrador incluso es que ahora hasta entre algunos cuantos infantes de edad colegial se llegue a decir que una muerte violenta se convertiría en un reconocimiento póstumo a la gallardía y a la cualidad. No es broma. El prestigio de morir como criminal se convierte en el anhelo de un gran número de jóvenes promesas que por esta situación se convierten en mentiras exánimes.
Vuelvo en la imagen de mi padre que contempla las tardes desde el corredor, con la tranquilidad, guardando en sus años las páginas de los libros que ha leído, los conocimientos que ha aprendido. Contándole a sus nietos historias de la guerra y viendo en ellos la réplica de una persona que no temerá mal alguno, aunque no tenga lo mismo que los demás, pues después de todo algunos se preocuparan más por legar el ser que lo que puedan tener.
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